Una persona sola es un absurdo. Ser persona es ser coexistencia y apertura: Don de sí y acogida en sí con otras personas. Por eso, la vocación radical, constitutiva e innata de quien es persona es amar y ser amado.
Fragmento Original
“La expresión original hebrea nos remite a una relación directa, casi “frontal” –los ojos en los ojos– en un diálogo también tácito, porque en el amor los silencios suelen ser más elocuentes que las palabras. Es el encuentro con un rostro, con un «tú» que refleja el amor divino.” (La alegría del amor, n.12)
Comentario
En todo amor hay un encontrarse de las personas en su intimidad. De ese encuentro nace una historia viva. Un relato del convivirse. Encuentro e historia requieren de sus amadores un mutuo “salir de sí” para ir al adentro del “otro”. Amar nos es posible porque la persona humana -cada uno de nosotros- es “apertura radical y correspondencia”.
Ser apertura significa que nuestro acto de ser –aquel fiat inicial por el que estamos puestos en la existencia– nos “lanza” al encuentro con las otras personas, empezando por los lazos de la familia. Podríamos decir que las puertas del amor, como las de la alegría (consecuencia del amor), nos tienen abiertos siempre hacia fuera. O, dicho al revés, nos impulsan a no encerrarnos en nosotros mismos, ajenos “egoístamente” a la existencia y vida de los demás.
Nuestro centro no está en gravitar sobre nosotros mismos, como un agujero negro, sino en las demás personas, las divinas y las humanas. Cuando no es así y buscamos el centro en nosotros, nos desequilibramos y nos marchitamos. Ensimismados y egoístas sólo hallamos tristeza y vacío interior, soledades tan sedientas como desérticas. Es por ello que la persona sola sea un absurdo. Y es por nuestra condición de personas que tengamos inscrito, en el acto de serlo, la vocación innata a amar y ser amados. Su más natural y primaria manifestación es la familia.