El amor empieza en el hogar

El amor empieza en el hogar

Pedro Juan Viladrich

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No es la sangre sin amor, sino el amor a los de la propia carne y sangre lo que nos hace familia verdadera.

Fragmento Original

“El Evangelio nos recuerda también que los hijos no son propiedad de la familia, sino que tienen por delante su propio camino de vida… Por eso exalta (Jesucristo) la necesidad de otros lazos, muy profundos también dentro de las relaciones familiares: Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra (Lc 8,21)” (La alegría del amor, n. 18).

Comentario

¡Cuán importante es saber interpretar en su verdad las relaciones entre el orden de la creación de la naturaleza humana –con los lazos conyugales y los consanguíneos de la familia– y el orden de la redención, que eleva al orden de la gracia y a la intimidad con Dios, a la naturaleza originaria, sin destruirla, ni borrarla, ni sustituirla!

No hay, a causa de Jesucristo y el Evangelio, una contraposición y una contradicción entre el matrimonio y la familia, de un lado, y la voluntad de Dios, por otro. Esa “enemistad” o incompatibilidad equivaldría a contraponer a Dios Creador con Dios Redentor, como si fueran dioses diferentes o con voluntades contrapuestas, con una fidelidad finita, voluble o inexistente en su amor hacia los seres humanos, creados a su imagen y semejanza y amados in aeternum. ¿Cómo explicaríamos que el Verbo se encarne en Jesús “hijo” de María su “Madre” y viva en “familia” con su padre adoptivo san José?

Aconsejo meditar el profundo y matizado texto del Papa Francisco en La alegría del amor, nn. 14 a 18, en especial este último. El pasaje del Evangelio de Lucas en el que Jesús, cuando le dicen que desean verle su madre y otros familiares, responde que su madre y hermanos son los que escuchan y cumplen la Palabra de Dios, lo último que pretende decir es que entre la Palabra de Dios y su Madre y familiares hay, de suyo, una contraposición de principio. Esta interpretación es simplista y falsa. La Palabra de Dios, escucharla y cumplirla, como el propio Jesucristo predica y practica, es amar a Dios y al prójimo, amarnos como El mismo nos enseñó, amor que comienza en el hogar familiar.

Jesucristo aprovecha la ocasión para ubicar los meros lazos consanguíneos, el simple vínculo de sangre, en relación al amor que es siempre un acto y vínculo del espíritu. Cuando el amor, en los lazos familiares, es sustituido por otras intenciones, que lo empobrecen o lo corrompen, es cuando aparece la contraposición. Por ejemplo: entender que los vínculos que surgen de la sangre y la carne, al margen del amor personal o contra él, son los más importantes, los que prevalecen –incluso incitando al mal, siendo odios, intereses espurios, dominaciones, sumisiones y manipulaciones– sobre la voluntad de Dios, que es que nos amemos.

Por eso, no es la simple consanguinidad, de suyo, lo primero, sino el amor con que se viven los vínculos familiares lo que los hace gratos a Dios y lo que los hace verdaderamente humanos. No es la carne sin espíritu; sino el espíritu de amor que se encarna en los parentescos. Y esa apreciación debemos tenerla muy en cuenta, por de pronto, los padres hacia los hijos, pero también los esposos entre sí. No se puede invocar “el título social y jurídico”, pero sin amor personal y hasta viciado por odios, del “soy tu marido, o soy tu esposa, o soy tu padre o madre, o soy tu hijo” como la razón última, totalizante y definitiva para imponer actitudes, conductas, proyectos, intereses, dominaciones y sumisiones que nada tienen que ver con la libertad, gratuidad, incondicionalidad y servicio que debemos al bien de nuestros familiares. Porque es cuando los amamos tanto o más que a nosotros mismos, cuando cumplimos en ellos la Palabra de Dios y, por ese amor, realmente somos en el Espíritu de Dios –que es Amor–, y no sólo en la carne y sangre, sus verdaderos cónyuges, padres y madres, hijos o hermanos.

Es el amor el que hace en la sangre y carne cumplir la Palabra de Dios Creador y Redentor sobre el matrimonio y la familia. Es el amor lo que nos hace, en cuanto familia humana, ser imagen y semejanza de la Trinidad, que es la familia divina. Sin amor, a los ojos de Dios, el simple parentesco de sangre es mera cadena social y externa o, incluso, potencial escena de dominación, abusos y servidumbres. Sin amor, los vínculos de sangre pueden convertirse en instrumentos de poder y sumisión de unos a otros y, sin amor, devastarnos la intimidad personal.

Temáticas: Familia