Los padres sabios y buenos, aún en las más graves derivas de sus hijos, jamás pierden la esperanza: se la infunden al hijo, para que, a causa de su mala vida, no sean pasto de la desesperación. La mantienen viva en sí mismos también, como expresión de su fidelidad de padre o madre, de su fe en el poder salvador del amor, y como fuente de inspiración para actuar con el arte y sabiduría que requiere el caso.
Fragmento Original
“La corrección es un estímulo cuando también se valoran y se reconocen los esfuerzos y cuando el hijo descubre que sus padres mantienen viva una paciente confianza. Un niño corregido con amor se siente tenido en cuenta, percibe que es alguien, advierte que sus padres reconocen sus posibilidades… Por eso sería nociva una actitud constantemente sancionatoria, que no ayudaría a advertir la diferente gravedad de las acciones y provocaría desánimo e irritación: «Padres, no exasperéis a vuestros hijos»” (La alegría del amor, n. 269)
Comentario
Hay un arte y una sabiduría en la corrección de los hijos. ¿De dónde viene? La inspira el amor, porque la corrección es una particular manifestación del amor paterno y materno. Ellos quieren lo mejor para sus hijos.
Es arte y amor sabio no querer podarlo absolutamente todo, ni todo con igual severidad. Hay cosas que habrá que dejar pasar, justamente para no crear esa atmósfera de negatividad, de reprensión permanente, contra la que advierte el Papa.
Luego las faltas que se corrijan, cada una de acuerdo a su gravedad: no gritos y castigos por todo por igual. Pero tampoco estar corrigiéndolo todo y de forma incesante –como clima habitual del hogar-, porque los padres no son “la policía” que está siempre investigando algún “crimen”.
Que sepan alentar, que sepan reconocer todo lo bueno, todos los logros y mejoras. Que sepan darles también la razón cuando la tengan. Que sepan pedir y agradecer la ayuda que ellos les puedan brindar.
Un hijo es siempre, hasta la muerte y más allá, un hijo para sus padres.
¿Qué queremos sugerir con esta aparente obviedad? Recordar que los padres son el origen, no abstracto, sino personal –éste es mi padre y ésta es mi madre– de cada hijo en singular. Que procrean con Dios, el cual amó a este hijo y lo amará definitivamente. Por eso un hijo, aún en las peores vidas perdidas, necesita en su fuero más íntimo no ser condenado por sus padres, que son su origen, porque eso equivaldría a haber sido un ser deleznable y sin ninguna valía desde el mismo acto de su concepción. Y eso no nunca es verdad.
Por eso, un hijo necesita siempre ver esperanza en los ojos de su madre y de su padre. Esa esperanza es el rostro de Dios, a través de los padres, en este hijo perdido. Nunca los padres deben desesperar y condenar definitivamente a un hijo. Jamás los padres deben empujar a un hijo, bajo ninguna circunstancia ni justificación, al abismo de la desesperación, a la tentación del suicidio.
Contra toda esperanza de la razón, deben mantener viva la esperanza del amor.