La vida en común requiere mucha paciencia. Hay que entrenarse para tenerla. ¿Dónde? En familia. Se aprende la paciencia siendo cada día un poco más paciente.
Fragmento Original
“Si no cultivamos la paciencia, siempre tendremos excusas para responder con ira, y finalmente nos convertiremos en personas que no saben convivir, antisociales, incapaces de postergar los impulsos, y la familia se volverá un campo de batalla”. (La alegría del amor, n. 92).
Comentario
Las personas con las que convivimos son la ocasión de hacer paciencia y el riesgo de perderla. Cuando tenemos paciencia, abrimos el espacio y el tiempo que el otro necesita, incluidos sus defectos. Cuando la sustituimos por la ira, le cerramos su espacio y tiempo, no le dejamos ser más que como a nosotros nos acomoda. Nos iremos al Cielo a punta de paciencia, que es resultado de la caridad. Hay que pedirla a Dios. Tanta gente la pide, tantas veces, y luego ¡nada! ¿Por qué? ¿Qué están haciendo mal?
Tal vez quieren tener paciencia como cosa independiente al amor. Insisto en este posible error: intentar una paciencia al margen de querer amar más y mejor a las personas con la que convivimos. Ese tipo de paciencia es represión y al final te amargará. Es el amor el que es paciente y no se irrita. Si es ajena al amor, al darse y al acoger al prójimo, caemos en el peligro de concebir una paciencia como una represión del propio modo de ser, sin otra finalidad que aguantar resignada e impasiblemente los cansinos defectos que creemos ver en el prójimo. Sin amor, que nos abre a los demás –concretos y reales–, una paciencia como perfeccionismo egocéntrico puede desembocar en una represión llena de agresividad más o menos contenida, de desprecio y desahucio hacia el otro. En suma: la paciencia es una peculiar bondad y belleza del don y la acogida que el amor es. Sin amor, no hay paciencia, sino otras cosas. Incluso, cierta soberbia de aguantar, sin que se lo merezcan, ‘a personas menos valiosas y más pesadas que nosotros’…