En cada uno de tus familiares está el rostro de Jesucristo. En cada una de sus circunstancias -en lo bueno y en lo malo, en la fortuna y en las desgracias…- se esconden las que le ocurrieron a Jesucristo. Cuanto más les ames, más lo verás.
Fragmento Original
“La presencia del Señor habita en la familia real y concreta, con todos sus sufrimientos, luchas, alegrías e intentos cotidianos.” (La alegría del amor, n. 315)
Comentario
A veces se tiene una idea utópica, irreal, del amor y la vida de una familia buena. Suponemos erróneamente que una familia “auténtica y buena” tiene una vida celestial, sin problemas ni claroscuros, y todo es color de rosa al interior de su hogar. La imaginamos conformada por seres angelicales –un equipo de santos esféricos– que se dan amor todos los días, a cada instante, inmunes a cualquier limitación y defecto. Vemos nuestras familias, y a nosotros mismos, y nos sentimos lejos de esa corte de elegidos celestiales. Tal vez, por esto mismo, creemos que esas “familias cristianas” son falacias o cuentos para niños de la Iglesia Católica.
Pero jamás la Iglesia dijo algo tan irreal. Más bien insiste en que la Iglesia misma está compuesta por seres humanos, es decir, por un atajo de pecadores que, eso sí, creen en Jesús como su Redentor y Salvador.
Por eso, la vida dentro de una familia cristiana es una lucha por amarse entre personas que tienen, cada una sin excepción, un notable surtido de defectos, limitaciones y malas ramas que deben podarse. Es un combate incesante, con días buenos y malos, con alternativas de todos los colores. Pero, justo en este escenario tan humano, el reconocerse, acogerse, entregarse, ayudarse y caminar juntos es donde se demuestra el amor auténtico.
La disposición sincera y perseverante de querer mejorar como familia es suficiente para que Dios nos auxilie, nos inspire, nos acompañe en el camino y derrame su amor misericordioso. Él no se avergüenza de nosotros ni nos da la espalda cuando no somos una familia modelo, su mano está siempre tendida para levantarnos y darnos un renovado impulso para seguir en la lucha. Mientras luchamos por mejor amarnos, sin jamás rendirnos pese a los altibajos del combate, ya estamos venciendo. Ya estamos creciendo en amor. Dios acompaña ese combate que es ya victoria.