¡La mirada de las miradas! ¡El rostro cuya luz ensombrece los demás! ¡La voz que, entre todas las oídas, solamente escucho! ¡La caricia que estremece mi corazón! ¡El silencio para expresarnos lo inefable o sencillamente contemplarnos! Amarse es la vida más viva. Quienes se aman…, lo saben.
Fragmento Original
Pero Jesús, en su reflexión sobre el matrimonio, nos remite a otra página del Génesis, el capítulo 2, donde aparece un admirable retrato de la pareja con detalles luminosos. Elijamos sólo dos. El primero es la inquietud del varón que busca «una ayuda recíproca» (vv. 18.20), capaz de resolver esa soledad que le perturba y que no es aplacada por la cercanía de los animales y de todo lo creado. La expresión original hebrea nos remite a una relación directa, casi «frontal» —los ojos en los ojos— en un diálogo también tácito, porque en el amor los silencios suelen ser más elocuentes que las palabras. Es el encuentro con un rostro, con un «tú» que refleja el amor divino y es «el comienzo de la fortuna, una ayuda semejante a él y una columna de apoyo» (Si 36,24), como dice un sabio bíblico. O bien, como exclamará la mujer del Cantar de los Cantares en una estupenda profesión de amor y de donación en la reciprocidad: «Mi amado es mío y yo suya […] Yo soy para mi amado y mi amado es para mí» (2,16; 6,3). (La alegría del amor, n. 12)
Comentario
El amor entre los esposos requiere su constante comunicación. Mediante la palabra, por supuesto, los esposos han de decirse que se quieren, que se aman. El amor no es sordo y mudo. No es soso, necio o idiota. Es comunicación íntima, viva y fluida, y lo es con todos los recursos adecuados. Pide sus tiempos serenos y espacios oportunos. Es el cantar de los cantares. La vida más viva.
Sin embargo, el diálogo más importante no es de palabra, sino de obra. El amor son actos reales, concretos, aquí y ahora. Es verbo que conjugar el uno para el otro y también juntos, al unísono, en las concordias y los consensos.
En cada recurso de comunicación de sus intimidades personales, los esposos manifiestan la búsqueda permanente del bien del amado o amada y encarnan olvidos de sí, que son abnegaciones alegres, por causa de la predilección de la persona amada. Es tanto el interés por el bien del amado o amada que casi no se percibe el interés personal. Es decir, al amar se nos disipa el egoísmo. El que ama está más pendiente de su amado, que de sí mismo.
Y cuando esta mutua predilección por el cónyuge amado, cargada de actividad amorosa, es correspondencia recíproca y fiel, entonces le surge una nueva y profunda fecundidad al amor conyugal. ¿Y cuál es? Es el engendrarse entre sí una nueva intimidad, que trasciende al yo y al tú singulares, que es el “nosotros”. No es posible ser dos nosotros. El nosotros es uno: es el sujeto titular de “nuestra unión”. Por amor, ya no somos solamente tú y yo, una dualidad. Además, somos juntos la unidad del “como uno,” del ser una sola unión.
En el seno del ser “un nosotros unido”, ya no hay solamente dos miradas distintas, dos formas diversas de ver el mundo y de reaccionar ante los acontecimientos que trae la vida. En el seno de “nuestra unión” surge la experiencia de una única mirada, la “nuestra”, de una única reacción vital, la “nuestra”. Ya no es la tuya o la mía, aunque las incorpora y las reúne. Es un además muy profundo e íntimo respecto de la dualidad. Es el además de ser como uno.
En engendrarse ambos esposos semejante unión está la cima del amor conyugal. Su génesis dura toda la vida. ¿Por qué? Porque siempre se puede amar más y mejor. Siempre se puede estar más profundamente unido.
Estamos a tiempo de tan fascinante aventura. Nunca es tarde.