Un matrimonio feliz es posible. Siempre. ¿En una medida colmada o en una dosis? Será en la medida de los medios y recursos –su calidad y perseverancia- que ambos esposos comprometen juntos. ¿En qué? En conservar su unión de amor, en hacerla crecer, en restaurar desgastes, rutinas y cansancios, en curarse las heridas, en convivirse cada día con mayor ternura y misericordia mutua. En perdonarse sin reproches y resentimientos futuros. Hacer juntos y unidos todo eso… es amarse “felizmente” y a lo grande. Da a ambos la alegría del amor.
Fragmento Original
“Con frecuencia presentamos el matrimonio de tal manera, que su fin unitivo, el llamado a crecer en el amor y el ideal de ayuda mutua, quedó opacado por un acento casi excluyente en el deber de la procreación” (La alegría del amor, n 36).
Comentario
¿Un matrimonio puede ser feliz? Por supuesto. ¿Acaso un matrimonio no son dos personas unidas, la del varón y la de la mujer, como marido y mujer’ Y ¿acaso una persona, ya varón o ya mujer, no puede ser feliz? Claro que sí. Pues lo mismo, su matrimonio.
¿»Feliz» es el término adecuado? No si por felicidad entendemos un completo y constante bienestar físico y psíquico. Visto así, nadie es feliz, porque hasta el más afortunado contrae una molesta gripe, se lesiona un tobillo jugando su deporte favorito, o recibe una inesperada inspección del Fisco. Pero si, con mayor rigor, entendemos por felicidad de un matrimonio aquella convicción mutua de los esposos según la cual su unión de amor “les vale la pena” y juntos están consiguiendo, con los esfuerzos necesarios y superando pruebas, “una vida lograda”, entonces esa «felicidad» es posible y hasta frecuente.
Debemos dejar de presentar el matrimonio únicamente como un ideal abstracto de perfección, sólo alcanzable para algunos pocos. El matrimonio es un camino de felicidad real y posible, por el cual marido y mujer deciden unir sus vidas y destinos, sus bondades y también sus miserias. En lo bueno y en lo malo, en la salud y la enfermedad, en la bonanza y en los infortunios. Desde su imperfección, comprometen amarse y ayudarse mutuamente.
De la unión conyugal y de su amor proviene la fecundidad que pone vida en todo y su irradiación hacia dentro y hacia fuera de su familia. El paradigma ejemplar, supremo, de la fecundidad que nace del ser unión amorosa, son los hijos propios.
La bendición de Dios a la fecundidad del matrimonio, el «creced y multiplicaos», fue dada a la unión amorosa de los esposos. Porque dicha unión de amor es, de suyo, buena en grado máximo, porque en ella hay una imagen y semejanza de la comunión de amor que es la Trinidad. Así pues, no es la bondad de paternidad y la maternidad algo previo o, incluso, independiente de la unión conyugal. Sino al revés: paternidad y maternidad radican su bondad en la unión de amor conyugal y los hijos son su fruto supremo.
Además, cada hijo es un ser personal único, con una valía incondicional y definitiva. Los padres ponemos la “genética”, la genealogía humana de su singular organismo humano. Pero Dios crea su espíritu personal único. Por dicha acción conjunta, hablamos de procreación, y nunca de mera reproducción de especie. Por la dignidad de su condición personal, cada hijo merece, en justicia, nacer del amor conyugal de sus padres, no de un origen parental unilateral, sin unión de amor, o del anonimato de uno o ambos progenitores.
Por ello, el matrimonio no está orientado únicamente a la procreación, sino que los hijos son una encarnación del amor conyugal, fecundo y generoso, de sus padres. Es la unión de amor conyugal la que, de suyo, se abre a la procreación. Reproducirse, sin el amor conyugal, es propio de las especies animales.