Pregúntate en serio, a fondo, a solas: ¿soy en mi familia de los que matan los amores? O ¿soy de los que le ponen ternura, paciencia, misericordia, confianza y compañía?
Fragmento Original
“Toda la vida en familia es un “pastoreo” misericordioso. Cada uno, con cuidado, pinta y escribe en la vida del otro: “Vosotros sois nuestra carta, escrita en nuestros corazones […] no con tinta, sino con el Espíritu de Dios Vivo” (2 Co 3,2-3). (La alegría del amor, n. 322).
Comentario
Podríamos, sin darnos cuenta, ser de esas personas que se consideran incapaces de matar ni siquiera una mosca. Pero, en su familia, con sus actitudes tristes, amargadas y negativas, desaniman los amores y los matan. Uno debe preguntarse por su acción vivificante o mortecina dentro de su familia. La luz inspiradora de nuestra relación conyugal no puede ser otra que la de “amarnos como él nos ama” (Jn.15, 12), es decir, dar-acoger-compartir nuestra vida como Jesucristo nos enseñó a amar con mil detalles de su propia vida.
Amamos a nuestra familia cuando somos amables, afectivos, cariñosos y buenos con ellos; cuando les escuchamos y mostramos confianza; cuando les alentamos, les animamos y promovemos lo mejor que hay en cada uno de ellos; cuando somos generosos y vamos más allá de lo mínimo; cuando somos sensibles, atentos y conscientes de sus necesidades y sentimientos; cuando les pedimos perdón y les perdonamos; cuando somos abnegados, pacientes, cariñosos y cuidamos de todos nosotros. Sobre todo, cuando somos tiernos, pues el Espíritu Santo es luz tierna.
Por lo contrario, no amamos cuando nos dejamos guiar por el maligno y les engañamos, les coaccionamos, les manipulamos y oprimimos; cuando les impedimos su desarrollo; cuando somos egoístas y egocéntricos; cuando somos cerrados, oscuros y malintencionados, indiferentes y fríos, y no asumimos la responsabilidad de la influencia que tenemos en la vida de los demás, en especial de nuestra familia.
¿Te has preguntado cómo actúas en tus relaciones familiares? ¿Das vida o les matas?