El amor del Padre

El amor del Padre

Pedro Juan Viladrich

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No le impidas o le reproches a Dios, en nombre de la justicia –“la tuya”-, que sea infinitamente bueno, amoroso y misericordioso. No seas de esos “buenos” que se complacen en castigar, condenar y marginar a los “malos. Y, todavía más, reprenden a Dios por amarles.

Fragmento Original

“… un pastor no puede sentirse satisfecho sólo aplicando leyes morales a quienes viven en situaciones «irregulares», como si fueran rocas que se lanzan sobre la vida de las personas. Es el caso de los corazones cerrados, que suelen esconderse aun detrás de las enseñanzas de la Iglesia «para sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar, a veces con superioridad y superficialidad, los casos difíciles y las familias heridas». En esta misma línea se expresó la Comisión Teológica Internacional: «La ley natural no debería ser presentada como un conjunto ya constituido de reglas que se imponen a priori al sujeto moral, sino que es más bien una fuente de inspiración objetiva para su proceso, eminentemente personal, de toma de decisión». A causa de los condicionamientos o factores atenuantes, es posible que, en medio de una situación objetiva de pecado —que no sea subjetivamente culpable o que no lo sea de modo pleno— se pueda vivir en gracia de Dios, se pueda amar, y también se pueda crecer en la vida de la gracia y la caridad, recibiendo para ello la ayuda de la Iglesia. El discernimiento debe ayudar a encontrar los posibles caminos de respuesta a Dios y de crecimiento en medio de los límites. Por creer que todo es blanco o negro a veces cerramos el camino de la gracia y del crecimiento, y desalentamos caminos de santificación que dan gloria a Dios” (La alegría del amor, n.305)

“En cualquier circunstancia, ante quienes tengan dificultades para vivir plenamente la ley divina, debe resonar la invitación a recorrer la via caritatis. La caridad fraterna es la primera ley de los cristianos (cf. Jn15,12; Ga 5,14). No olvidemos la promesa de las Escrituras: «Mantened un amor intenso entre vosotros, porque el amor tapa multitud de pecados» (1 P 4,8); «expía tus pecados con limosnas, y tus delitos socorriendo los pobres» (Dn 4,24). «El agua apaga el fuego ardiente y la limosna perdona los pecados» (Si 3,30)” (La alegría del amor, n.306)

Comentario

Muchas veces en mi vida familiar particular –sobre todo con mis hijos o con mis nietos y entre ellos como hermanos-, y no menos en mi experiencia profesional de consulta, me he caído de bruces ante la fascinante revelación de cómo ama Dios. La que hay en dos parábolas evangélicas extraordinarias. Una es la del hermano del hijo pródigo, el hijo “bueno” que, a diferencia del pródigo dilapidador y vicioso, se ha quedado siempre “en casa” obedeciendo a su padre (Lc 15, 11-32). La otra es la de los jornaleros, llamados a trabajar en la viña del Señor a diferentes horas del día incluida la última, a los que se paga por igual el mismo denario (Mt 20,1-16). Entender la “lógica” del amor de Dios me ha ayudado mucho con mis hijos y nietos. Y no menos a ellos, para aprender a ser hermanos, y padres y madres cuando han tenido sus propios hijos.

Me parece que muchos tenemos adentro un sentido de la justicia, que, si la examinamos a la luz del amor, lo que esconde, bajo el pretexto de esa “justicia”, es un arsenal de intenciones tenebrosas. Por ejemplo, la envidia, rabia y rencor porque se trate amorosamente al “hijo” con derivas, errores y malos pasos. Esa exigencia dura y envidiosa que tienen algunos “buenos”, porque les ha costado el cumplimiento de sus deberes y el estar en “regla”, para que a quienes vivieron alegre y disipadamente la vida, a los que estuvieron la mayor parte del tiempo mano sobre mano sin trabajarse los deberes y normas, a los que vuelven a casa –“a la viña”- al cabo de muchos años o al final de sus vidas, se les aplique un duro castigo, para que purguen con mayores sufrimientos aquellos  dolores que padecieron los “buenos” para ser buenos. En suma, al hermano del hijo pródigo le enfadó y entristeció que su Padre acogiese con alegría el regreso del hijo perdido y que hiciera gran fiesta. No le bastaba el amor con que su Padre le dijo “todo lo mío es tuyo”; necesitaba además y principalmente que a su hermano se le discriminase, marginase y castigase.  Jornaleros de primera hora y el hermano cumplidor hacen sus deberes, sin duda, pero con la dureza y tristeza interior de quien no lo hace por amor, sino por obligación. Por eso mismo, porque no les guía el amor gratuito, libre y alegre a su Padre, ni al Señor de la viña, ni a sus prójimos, y menos a los últimos en llegar o a los perdidos que ansían regresar, reaccionan con una exigencia de justicia tenebrosa, la que aborta al amor. Ellos exigen que se discrimine a esos “otros”; que se les castigue o, al menos, se les haga sufrir lo que los buenos han sufrido; y, sobre todo, les disgusta que el Padre y Señor de la viña- Dios Trino mismo- sea bueno, amoroso y misericordioso con todos sus “hijos”.  Es decir, reprochan a Dios Trino sea Amor infinito. Y si pudieran, se lo impedirían.

¡Cuántas veces hemos de recordar estas parábolas de Jesucristo en la historia de nuestro amor de padres y madres, de abuelos y abuelas y, desde luego, de hijos y hermanos! ¡Cuántos conflictos, presiones y sufrimientos nos traen los hijos! El evangelio nos enseña cómo podemos atender, desde el amor verdadero y bueno, las diferencias de cada caso particular, sin desunir y dividir. Cómo navegar las tempestades de la vida familiar.  Con la confianza puesta en el poder del amor: a su tiempo habrá cosecha. Así enseñamos a amar en familia y la mantenemos con vida: devolviendo bien por mal, venciendo lo malo con la mayor abundancia de lo bueno, “re-uniendo” una y otra vez, y alegrándonos de corazón ante cualquier mejora. Esta es la “lógica” del amor, la lógica de Dios Trino.

Hay quienes prefieren que Dios Trino sea implacablemente justo, pero no muy amoroso. Están dispuestos a administrarle a Dios su misericordia y tierna acogida, imponiéndole las discriminaciones, las medidas y las leyes a las que su Amor ha de someterse. Les encanta hacer cumplir normas, castigando a rebeldes e insumisos, pero les disgusta amarles en concreto implicando su corazón en ello. Prefieren los sacrificios externos a la misericordia del corazón. Ellos exigen que Dios se les parezca. Por fortuna, Jesucristo tiene a esos gremios de escribas y fariseos bien identificados. Los antiguos y los nuevos. El Papa Francisco, por ser su vicario, también.

El amor es superior a la justicia, pero no la contradice.  La justicia es dar a cada uno lo suyo, ni un “denario” más ni uno menos. Pero el amor, una vez dado ese denario justo, se caracteriza por la generosidad sin medida, por la acogida particular y misericordiosa a las diferentes necesidades de cada hijo y de cada una de sus vidas. Porque nuestro amor de Padres no tiene, por esencia, el ser fiscales, jueces y verdugos. Nuestro amor de padres y madres, puesto que les hemos dado la vida, es darnos por entero a esas vidas de nuestros hijos; acompañar, acoger y ayudar “sin medida” para que no vivan “muertos en vida”, lo que implica testimoniar con nuestro ejemplo el buen camino, pero no imponerlo mediante condenas, castigos y exclusiones; sembrar y abonar el bien, con amor, sin exigir el mismo día la cosecha;  saliendo cada día a las puertas de nuestro corazón con la fiel esperanza –su tierna misericordia, alientos y afectos cálidos– de que vuelvan si se perdieron; y alegrándose con cada paso que dan en su mejora.

Temáticas: Misericordia