Quien ama de veras ve lo que hay de bueno en su amado y no le hunde en lo que tiene de malo. A la vez que pide a su amado la mejora “posible”, se la abona y le ayuda a cosecharla. Jamás le exige lo imposible, porque así se le frustra y condena a la desesperación.
Fragmento Original
“Los Padres también han puesto la mirada en la situación particular de un matrimonio sólo civil o, salvadas las distancias, aun de una mera convivencia en la que, «cuando la unión alcanza una estabilidad notable mediante un vínculo público, está connotada de afecto profundo, de responsabilidad por la prole, de capacidad de superar las pruebas, puede ser vista como una ocasión de acompañamiento en la evolución hacia el sacramento del matrimonio». Por otra parte, es preocupante que muchos jóvenes hoy desconfíen del matrimonio y convivan, postergando indefinidamente el compromiso conyugal, mientras otros ponen fin al compromiso asumido y de inmediato instauran uno nuevo. Ellos, «que forman parte de la Iglesia, necesitan una atención pastoral misericordiosa y alentadora». Porque a los pastores compete no sólo la promoción del matrimonio cristiano, sino también «el discernimiento pastoral de las situaciones de tantas personas que ya no viven esta realidad», para «entrar en diálogo pastoral con ellas a fin de poner de relieve los elementos de su vida que puedan llevar a una mayor apertura al Evangelio del matrimonio en su plenitud». En el discernimiento pastoral conviene «identificar elementos que favorezcan la evangelización y el crecimiento humano y espiritual» (La alegría del amor, n. 293).
“Pero «es preciso afrontar todas estas situaciones de manera constructiva, tratando de transformarlas en oportunidad de camino hacia la plenitud del matrimonio y de la familia a la luz del Evangelio. Se trata de acogerlas y acompañarlas con paciencia y delicadeza». Es lo que hizo Jesús con la samaritana (cf. Jn 4,1-26): dirigió una palabra a su deseo de amor verdadero, para liberarla de todo lo que oscurecía su vida y conducirla a la alegría plena del Evangelio” (La alegría del amor, n.294).
“En esta línea, san Juan Pablo II proponía la llamada «ley de gradualidad» con la conciencia de que el ser humano «conoce, ama y realiza el bien moral según diversas etapas de crecimiento». No es una «gradualidad de la ley», sino una gradualidad en el ejercicio prudencial de los actos libres en sujetos que no están en condiciones sea de comprender, de valorar o de practicar plenamente las exigencias objetivas de la ley. (La alegría del amor, 295)
Comentario
De nuevo pido excusas por seleccionar tres pasajes muy concatenados. En La alegría del amor el Papa Francisco parece dirigirlos a los pastores y sacerdotes. Pero entiendo que se pueden aplicar a eventuales situaciones de nuestras familias. Pienso, sobre todo, en las actitudes, las conductas y reacciones de los padres y madres ante los caminos y derivas de la vida de sus hijos. También entre hermanos. Y, desde luego, a los abuelos para con sus nietos.
Lo que propone el Papa Francisco no es, ni por asomo, un cambio de los principios morales en materia sexual y matrimonial. Tampoco introduce una “moral relativa a la situación”, una moral a la carta subjetiva, en cuya virtud es bueno lo que cada quien decide hacer. Difaman quienes le acusan de proponer que lo que era malo –por, ejemplo, divorciarse y volver a casar con tercera persona- ahora pasa a ser bueno.
Lo que dice, por el contrario, es que hay que discernir en concreto cada caso en particular, porque puede ocurrirles a algunas personas que, estando en una “situación objetiva” de pecado –se han divorciado, conviven con otro y con él o ella tienen hijos-, sin embargo esa “materia objetivamente grave” puede estar viviéndose sin “plena advertencia” de su gravedad y “sin expreso y deliberado consenso en transgredirla”. Cualquier sabe que hay circunstancias atenuantes y hasta eximentes. En estas circunstancias subjetivas, además, hay personas que desean mejorar de verdad su relación con Dios, abrirse a la conversión auténtica de corazón, y necesitan las ayudas para caminar en esa dirección de mejoría, sin ser condenadas, ni marginadas, sino acogidas. A nadie sensato se le ocurre sostener que “a tiempo cero y velocidad infinita” –en un plis plás- puede uno pasar de una situación irregular a la plenitud del ideal matrimonial. Y si no lo hace, mientras tanto, tenemos que marginarle y condenarle. Todo –cualquier conversión- tiene un proceso en el tiempo, una “gradualidad” como dijo san Juan Pablo II, un enderezarse paso a paso en la mejoría. Estos pasos no han de ser imposibles, si no los posibles en cada caso particular. Eso es lo real. Y amar es acompañar esos pasos con cálida misericordia y exquisito respeto personal.
Si tengo un hijo, un nieto, un familiar enfermo, no me aparto de él precisamente porque carece de plena salud, sino todo lo contrario: entonces es cuando más necesita mi atención, cuidados y cercanía personal. Y cuando, sin dejar de padecer su enfermedad, empieza a manifestar síntomas de mejoría, aunque sean pequeños, los favorezco y le aliento para animar su esperanza y ganas de seguir curándose, en vez de reprocharle porque no se cura de golpe.
Estos pasajes del Papa Francisco los tenemos que leer bajo el prisma del amor a nuestros familiares con derivas vitales o situaciones irregulares. Pongo dos ejemplos de mi experiencia de consultor.
Algunos padres, no pocos, sufren la experiencia de ver que un hijo o hija no se quiere casar ante la Iglesia sino sólo civilmente, o ni siquiera eso y se pone a convivir de hecho con su pareja, o se divorcia y tal vez se casa o convive con otra persona. En estos casos, es muy importante tener claro que una cosa son los principios morales –incluida la doctrina católica– que sostienen los padres y que inspiran sus vidas, normas a las que dan la espalda o incumplen los susodichos hijos; y otra cosa es la actitud, conductas y reacciones de tales padres y madres –subrayo, en cuanto padres y madres que deben amor a sus hijos siempre– dirigidas a mantener, en circunstancias difíciles, un clima de afecto y confianza con sus hijos, clima imprescindible para aconsejarles, ayudarles, evitar que empeore su vida, contribuir a mejorar la situación. En suma: ponerse, como un médico, a atender a nuestros enfermos de aquel modo real y posible que favorece el alivio, la compañía, la mejoría de nuestros enfermos. Nunca, en nombre de unos principios doctrinales, podemos dejar de ser padres y madres amorosos, y convertirnos en fiscales, jueces, carceleros y verdugos, expulsando a nuestros hijos de la vida familiar. Probablemente, en algunos casos, será muy prudente y bueno –precisamente para salvaguardar las relaciones, las esperanzas de mejoría, y los criterios donde reposa la verdad, en vez de la falsedad– consensuar algunas reglas de comportamiento recíprocos. Pero consensuar es conversar en vez de imponer con oídos sordos, es razonar y respetarse, y es dejar muy claro que los lazos amorosos persisten y se viven, lo que no significa estar de acuerdo con la vida en deriva de nuestros hijos. El hogar de los padres siempre ha de ser un hospital. No una cárcel, ni una dictadura. Pero en los hospitales, que atienden enfermos, se sabe muy bien qué es la salud. Y por eso mismo, cuidan de los enfermos, les alivian y pueden mejorarles.
El otro ejemplo, y es uno entre muchos posibles, se refiere a los catastróficos efectos de un divorcio no sólo entre los cónyuges, sino en los hijos y en las familias respectivas. Los padres cristianos, por serlo y por el amor que deben siempre, nunca deben permitirse ser devorados por las hostilidades y conflictos de los hijos, que se divorcian, y añadir más leña al fuego, contribuyendo a una guerra y odio tribal entre las familias. No busquemos excusas si hacemos de pirómanos fanáticos incendiando una parte en contra de otra. Esas excusas no vienen del amor, sino de la rabia y el odio ofendidos, de la venganza y del deseo de mal hacia “los otros”.
Pese a un divorcio, quedan incontables cosas buenas que hacer. Hay que aliviar, acompañar y evitar partir el corazón de los hijos de los divorciados, que son nuestros nietos. Hay que evitar la guerra fanática y tribal entre las familias. Hay que salvar lo más posible del naufragio. Y eso significa una experiencia difícil pero profunda del buen amor -como padres, abuelos y consuegros- que en la vida corriente y cotidiana se plasma en reunir en vez de dividir, en aliviar en vez de agravar, en acompañar en vez de expulsar, hacer misericordia en vez de fríos corazones duros, en acoger en vez de vengarse y castigar.
En suma, en amar, que es “re-unir” una y otra vez en aquella medida que es posible y que nunca debe ser abandonada. Los cosecha de esa actitud amorosa, dando tiempo al tiempo y persistiendo fieles, es extraordinaria en cada caso. Los nietos, por ejemplo, agradecerán mientras vivan que, en vez de romperles más, hayan encontrado en los hogares de sus abuelos aquel espacio de paz, cariño desinteresado e incondicional, consuelo y refugio de sus problemas, seguridad de consejo, ambiente de libertad respetuosa y abierta, sin fanatismos y envenenamientos. Este hogar de los abuelos es una experiencia y un testimonio de verdadero y buen amor, que será clave para la futura vida amorosa de nuestros nietos.