¿Después de casarte te quejas, porque desconocías como era él o ella? ¿A qué te dedicaste durante el noviazgo? ¿A vendarte los ojos y taparte los oídos?
Fragmento Original
“Lamentablemente, muchos llegan a las nupcias sin conocerse. Sólo se han distraído juntos, han hecho experiencias juntos, pero no han enfrentado el desafío de mostrarse a sí mismos y de aprender quién es en realidad el otro.
El problema es que el deslumbramiento inicial lleva a tratar de ocultar o de relativizar muchas cosas, se evita discrepar, y así sólo se patean las dificultades para adelante. Los novios deberían ser estimulados y ayudados para que puedan hablar de lo que cada uno espera de un eventual matrimonio, de su modo de entender lo que es el amor y el compromiso, de lo que se desea del otro, del tipo de vida en común que se quisiera proyectar.” (La alegría del amor, n. 210 y 209)
Comentario
No pocos se lamentan, tras haberse casado, de no conocer como era su marido o su mujer. “Si hubiera sabido que era así, –dicen– no me hubiera casado”. ¿Por qué se pusieron una venda durante el noviazgo? ¿Por inexperiencia, miedo a perder al otro, cobardía ante las discusiones y discrepancias, falta de confianza…? ¿No hablaron de nada importante…, sólo de frivolidades?
Algunos matrimonios, incluso tras bastantes años, se quejan de lo mismo: no nos conocemos realmente, no nos tenemos confianza, no me escucha, no me comprende, aparentamos lo que no hay, cualquier amigo/a sabe más de mí que mi esposo/a. O cosas peores y sorprendentes: ¡no me gusta su manera de ser, ni sus ideas, ni su personalidad, no nos parecemos en nada! Se quejan, se culpan, pero no ponen solución. ¿Cómo van a a amarse si ni se conocen, ni se tienen confianza para comunicarse, intimar y acompañarse?
A veces una pareja dice que hay temas de los que no hablan para no pelearse. O cuando uno dice sus opiniones sobre ciertos temas, el otro se calla las suyas porque ve con sorpresa que son muy contrapuestas, porque se las discuten con violencia, o se las desprecian. No se atreve a dialogar, tiene miedo, no hay confianza, deja pasar quizá pensando en que “ya se arreglará más adelante”. Hay gente que se casa con profundas dudas y temores… No se atreven a expresarlas, tienen diferentes miedos a las consecuencias.
No se trata de evitar discusiones a toda costa, al precio de no aprender el mutuo respeto, la confianza, el saber escucharse, tener en cuenta lo del otro no sólo lo propio. Ese remedio es peor que la enfermedad. Se aprende a amar amando. ¿Cómo van a aprender, huyendo de la comunicación, del gusto del conversar en temas discordantes sin discutir? Es muy importante que ambos puedan dar su opinión, venciendo los temores que los llevarían a callarse ante el otro. Silenciar al otro, o condenarse a callar, es sentenciarse uno y otro a la soledad.
El enamoramiento y el noviazgo son el tiempo de estar a tiempo. Tiempo de conocerse de veras, de conversar de lo que importa, de aclarar las cosas, sin miedo a romper de vez en cuando esa inexperta paz que puede ser superficial, porque no es la paz definitiva del amor estable, de la madurez con las diferencias que no nos separan porque se comprenden y respetan. Si aprenden a hacer y respetar acuerdos, recuperar la comunicación fluida y el recíproco respeto, acogerse en las diferencias que se conocen y aceptan, habrán aprendido a tiempo grandes lecciones para su futura vida matrimonial. Si no, a lo mejor descubren que no hay esa compatibilidad que se pensaba. Es mejor frenar a tiempo, que arrojarse al precipicio.
Quedarse callado es acumular pólvora para una bomba que puede estallar a los años de casado, causando muchas heridas y hasta algún muerto. Callar, para no evidenciar diferencias, es abono para que las diferencias agranden y se hagan insalvables.