Los hijos no son una propiedad de la familia. Ellos tienen su propio camino de vida. Pero es en familia donde aprenden a amar y a caminar los primeros tramos de su madurez e independencia personales.
Padres y madres descubren lo que son cuando entienden en su corazón que “un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado “(Isaías, 9, 1-6). El “niño hijo” es la luz y la gloria del servicio a su vida que significa ser padre y madre toda la vida. Y es en familia donde se cuida, respeta y protege su infancia y adolescencia, para que, cuando sean adultos y funden sus propias familias, mantengan vivo “al niño” interior –la bondad y rectitud de espíritu– que todos llevamos dentro y no lo corrompan, convirtiéndose en muertos en vida.
Fragmento Original
El Evangelio nos recuerda también que los hijos no son una propiedad de la familia, sino que tienen por delante su propio camino de vida. Si es verdad que Jesús se presenta como modelo de obediencia a sus padres terrenos, sometiéndose a ellos (cf. Lc 2,51), también es cierto que él muestra que la elección de vida del hijo y su misma vocación cristiana pueden exigir una separación para cumplir con su propia entrega al Reino de Dios (cf. Mt 10,34-37; Lc 9,59-62). Es más, él mismo a los doce años responde a María y a José que tiene otra misión más alta que cumplir más allá de su familia histórica (cf. Lc 2,48-50). Por eso exalta la necesidad de otros lazos, muy profundos también dentro de las relaciones familiares: «Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen por obra» (Lc 8,21). Por otra parte, en la atención que él presta a los niños —considerados en la sociedad del antiguo Oriente próximo como sujetos sin particulares derechos e incluso como objeto de posesión familiar— Jesús llega al punto de presentarlos a los adultos casi como maestros, por su confianza simple y espontánea ante los demás: «En verdad os digo que, si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por lo tanto, el que se haga pequeño como este niño, ese es el más grande en el reino de los cielos» (Mt 18,3-4). (La alegría del amor, n. 18)
Comentario
Educamos a nuestros hijos para que sean libres, dueños de sí en vez de esclavos, rectos y buenos de espíritu en vez de corruptos y malignos. Para que amar bueno y verdadero, en vez del egoísmo y los odios, sea lo que les llene adentro en cualquier circunstancia.
Pon a un buen padre y madre en cualquier lugar del mundo ante el siguiente dilema: que tus hijos sean ricos y poderosos o que tus hijos sean buenos y sabios. Si les aman de veras, preferirán sin dudarlo que sean buenos y sabios antes que ricos y poderosos.
Educamos a nuestros hijos para que sean buenas personas cuando nosotros ya no estemos. Eso implica acompañarlos en el camino hacia la libertad para que puedan amar libremente. La labor de los padres radica en enseñarles a reconocer lo bueno y lo malo, transmitir en un ambiente de confianza e intimidad las experiencias propias, incluyendo las lecciones aprendidas de los errores, el arte de corregirse y de pedir perdón, la energía de la esperanza y el coraje de la humildad para levantarse una y otra vez, sin jamás rendirse, dándoles la confianza para que sean ellos los que realicen lo bueno en libertad y por sí mismos.
Los padres enseñamos a los hijos a amar amándoles. Y la mayor lección de amor que los padres damos a nuestros hijos, la que nunca olvidarán e intentarán repetir en sus vidas, es el amor y la unión de sus padres en cuanto esposos.